"El anciano que iba a mitad de la calle"

En cierta ocasión un hombre deambulaba solo en medio de una de las avenidas más amplias del centro. El hombre tendría poco más o menos unos sesenta y cinco años, estaba mal vestido, su cabello estaba blanco y cojeaba de un pie. Era septiembre y el clima era muy cambiante, por momentos llovía a cántaros y por otros se abría el cielo para dejar pasar unos cuantos rayos del sol, pero esto nunca duraba mucho o siquiera lo suficiente para que las familias decidieran salir y dar un paseo pues preferían mantenerse seguros y secos dentro de sus casas.

Demasiadas veces, más de las que se hubieran querido, los autos tuvieron que detenerse porque el hombre no parecía importarle ir a mitad de la calle y los choferes le dedicaban una gran cantidad de insultos y demás improperios que retomaban más fuerza cuando el anciano hacía caso omiso a sus insultos continuado su camino sin molestarse siquiera en ponerles atención.

Un hombre, a quién se le había olvidado comprar el pan que le había encargado su mujer había doblado una esquina cuando lo vio a lo lejos. Le había llamado la atención ver a un viejo solo trastabillando con sus propios pies a mitad de la calle, entonces pensó que tal vez el anciano estuviera borracho así que lo ignoró y continuó su camino sin preocuparse más por él. Al poco rato, esta vez una mujer que llevaba a su pequeño hijo de año y medio en brazos lo había visto a lo lejos y creyó que tal vez, solo tal vez, el anciano pudiera necesitar ayuda y creyendo que haría su obra de caridad del día se le acercó, entonces le preguntó en voz baja, pues tampoco quería despertar a su hijo, si necesitaba ayuda cuya respuesta del hombre fue un gran y absoluto silencio. Entonces la mujer se sintió molesta al ver ignorada su amabilísima atención, le dijo al hombre que era un grosero, se dio la vuelta y se marchó.

Pasaron unos cuantos minutos hasta que un joven que había estado sentado en una vieja banca de un parquecito cercano y que lo había presenciado todo, se levantó, terminó de guardar sus cosas en su mochila y fue al encuentro del anciano. Mientras cruzaba la calle con su mano les pidió a los de los autos que se detuvieran mientras acortaba la distancia entre el anciano y él, y a diferencia de las otras personas que lo habían ignorado o que solo le habían hablado, este joven fue y tocó el hombro del señor.

Imaginen cuál fue la reacción del anciano al sentir una mano desconocida sobre su hombro, éste se volvió nervioso y asustado y fue entonces que el joven lo vio. El anciano tenía unos ojos pequeños, los párpados arrugados pero esto no fue lo que sorprendió al joven. Podía parecer demasiado obvio para aquellos que prestan atención a las cosas más triviales de la vida pero no para los que sus mentes se encuentran muy lejos de lo que sucede a su alrededor. El anciano había tenido en su juventud unos ojos hermosos pero que ahora estaban opacos y sin brillo. Se trataba de un hombre enfermo que además de estar ciego también estaba sordo.

El joven lo ayudó a llegar hasta la banqueta donde llamó a la familia del señor. El anciano se había perdido pero por suerte traía sus datos anotados en una pequeña tarjeta que estaba atada alrededor de su cuello. Después de contactar a la familia el joven lo llevó hasta su casa. Allí se despidió del anciano y aunque no recibió una respuesta de agradecimiento por su parte no hacía falta. El joven se fue satisfecho de haber ayudado a alguien que lo necesitaba.